Trámites en tiempos de pandemia...

 Jueves 17 de Septiembre de 2020.
Día 70000 de aislamiento - Fase π

Escuchando "Esperando el Milagro" de Las Pelotas.

    Días atrás hice una llamada telefónica para realizar una consulta bancaria, lo cual es algo que se encuentra dentro de mi lista de tareas "poco amigables", sin embargo esta operación bancaria generó en mí algo interesante de ser volcado en algún soporte para que pueda quedar en el recuerdo de estas épocas inciertas de pandemia, distanciamiento y replanteamiento de mil millones de asuntos dentro y fuera de la propia realidad.

    Lo cierto es que estaba evitando escribirme algo en esta situación porque ya estoy un poco cansado de leer reflexiones, poemas y confesiones sobre cómo transitar este período; como si se pudiera establecer alguna fórmula universal a la cual acudir para entender esto y dejar de lanzar dardos y palabras punzantes a los cuatro puntos cardinales y sus intermedios. Para ser sincero, llega un punto en que estoy cansado de todo, a pesar de que en algún punto ésta situación también me sienta cómoda por la distancia que ella implica, la cual disfruto un poco (eso pasa por ser un poco amante de la soledad y el silencio que ella genera).

    Voy a dejar de dar vueltas para volver al tema que generó el impulso de ponerme a escribir esto.

    Al momento de estar realizando mi consulta sobre una deuda (que es lo que se hace generalmente en un banco...) se comienzan a escuchar una serie de estruendos desordenados que me llamaron la atención y, evidentemente, incomodaron a la muchacha que muy amablemente estaba atendiendo la llamada. Debido a este barullo, que de a poco iba creciendo en intensidad, la empleada del banco se vio forzada a pedirme un momento para interrumpir la comunicación a fin de "acomodar la situación". Resulta que del otro lado, la mujer que estaba a cargo de responderme una consulta de índole financiera, al mismo tiempo se encontraba al cuidado de su pequeño hijo que, en tono de protesta y reclamo de atención, estaba comenzando a utilizar todo lo que se encontraba a su alcance como instrumento de percusión con el fin de entablar su correspondiente protesta ante la falta de atención de su progenitora.

    Se produjo un momento de silencio, durante el cual aproveché para afinar aún más mi oído para tratar de dilucidar que estrategia utilizaría esta persona para apaciguar los ánimos caldeados del pequeño manifestante, pero poco pude oir sobre lo sucedido. Una vez que la telefonista logró poner todo en orden del otro lado, se restableció la comunicación y pudimos continuar hablando sin inconvenientes. Sin embargo, ese pequeño e insignificante instante hizo que la situación en la que ambos estábamos se modifique por completo, al menos para mí. Ya no éramos un cliente enojado, molesto y repleto de dudas (que nunca se iban a aclarar) hablando con la representante de una entidad malévola y desvergonzada que existe únicamente para quitarle la posibilidad de vivir en paz al pobre trabajador que subsiste rodeado de deudas. Yo había puesto un pie dentro del terreno de su intimidad y esto me hizo dar cuenta que la que estaba del otro lado no era más que otra persona, igual que yo. Parece una estupidez el decirlo, pero voy a tratar de graficar que implica esto para mí, en esta situación.

    En mi cabeza comenzaron a generarse imágenes en las que ella estaba sentada en la mesa de su comedor con un mate cebado medio frío y lavado, vestida con un pantalón y un buzo medio desgastados pero cómodos, su pequeño hijo jugando con algún utensilio de la cocina y revoleando pedazos de galletita para todos lados, las cuales eran comidas por un perro que andaba husmeando por toda la casa en busca de algo para masticar. Del otro lado del teléfono también había olor a casa, migas de tostadas sobre la mesa, no había sólo papeles, computadoras y teléfonos que no dejan de sonar repletos de reclamos de personas que ya habían perdido la paciencia. Del otro lado del teléfono estaba la misma realidad que yo estaba viviendo; trabajando en medias, teniendo que cortar el trabajo para ponerse a hacer el almuerzo, encontrándose despeinado y a metros de la cama resolviendo asuntos del trabajo que requieren una atención que no siempre está al ciento por ciento porque ya flota en el aire cierto cansancio, cierto tedio por una situación que no termina nunca de resolverse ni definirse. Del otro lado del teléfono ya no existía para mí una “adversaria” ante la cual tenía que poner a trabajar todos mis sistemas de defensa por sentir que en cualquier momento me engancharían algo que yo no quería, para terminar más endeudado que antes. Del otro lado se respiraba la misma necesidad de respuestas, el mismo aire repleto de sueños y proyectos frenados por una situación temporal e inesperada.

    La conversación siguió mientras yo imaginaba todo esto, mientras sentía cierta empatía por estar hablando con alguien que también estaba “en casa” laburando y tratando de sacar adelante esta situación que nos afecta a todos de alguna manera, a algunos de una manera mucho más delicada y a otros sólo interrumpiendo una rutina muchas veces maltratada, pero que actualmente es añorada.

    Una vez finalizada la conversación, como en toda entidad que busca el bendito dato de la estadística, una voz grabada me sugirió realizar una encuesta sobre la calidad de la atención que había recibido. Por lo general este mensaje lo recibo con cierto malestar y termino cortando antes de que comience el cuestionario, pero ésta vez no podía hacerlo; no después de lo que había pasado por mi cabeza. Hoy me tocaba dar una devolución de una llamada que había sido diferente, hoy había hablado con una persona que, desde su propia realidad, intentó darme una mano y ayudarme a despejar una duda que yo tenía. La otra persona no era cualquier persona, yo había pisado un terreno que no podía dejar de generarme algo de empatía, algo de comprensión y agradecimiento porque desde su propia realidad, con sus propias dudas, con sus propios problemas buscó la manera de sacarme un peso de encima y hacer más liviano mi andar.

    Quizá cuando todo esto vuelva a la "normalidad", si es que eso que llamamos normalidad vuelve a ser lo que era, ella vuelva a ser un agente de la perversa maquinaria financiera que oprime al pueblo y, cuando volvamos a comunicarnos, yo no sea capaz de percibir que quien está del otro lado es una persona. Parece tan obvio, parece tan evidente, que resulta espantoso pensar que somos capaces de generar tantos prejuicios sobre los demás que no nos dejan ver algo tan esencial, algo que está tan al alcance de las manos.

    Una vez que ponemos un pie en la intimidad del otro, que entramos unos segundos en ese terreno sagrado, no podemos seguir siendo indiferentes a esa realidad que se nos presenta. Algo cambia dentro de nosotros y ese cambio debería implicar un llamado de atención, una advertencia sobre el cuidado que hay que tener al moverse por esos rincones desconocidos. No podemos avanzar con nuestro caparazón filoso y puntiagudo repleto de prejuicios, deberíamos poder despojarnos de lo que traemos para poder tomar contacto desde nuestra propia intimidad, desde nuestra propia vulnerabilidad. Sólo de este modo podría reconocer en el otro a alguien que es capaz de dar una mano, a alguien que está recorriendo el mismo camino que yo.

    Ojalá que la nueva normalidad que esperamos traiga consigo un poco de desacelere, nos permita tomarnos el tiempo para recordarnos que estamos rodeados de otros. Ojalá que recordemos este paréntesis de nuestra vida que está pasando como algo que alguna vez nos hizo entender que no somos tan distintos, que somos vulnerables, que necesitamos ayuda, que eso de "salvese quién pueda" es algo que no lleva a ningún sitio. Si fuéramos capaces de aceptar que no podemos con todo sólos, que la forma en que yo hago las cosas no es la única y la mejor, que podemos aprender mucho del que está al lado todo sería muy distinto.

    Acá seguiré, esperando el milagro...

 


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